La tenue luz del fuego daba calidez al típico salón español de los años cuarenta. Se podía apreciar el poderío de la familia que lo habitaba en cada resquicio. La penumbra de la sala ocultaba a los tres sirvientes, un hombre y dos mujeres que esperaban atentos a obedecer los deseos de los señores y el señorito que jugaba con su ama en la alfombra frente al fuego.
El señor, que llevaba puesto aún el traje del partido fascista, leía el periódico con un puro en la comisura derecha del labio; la mujer, en frente, perfectamente pintada y peinada, tal y como se esperaba de ella, hacía croché sentada en un sillón. A su lado descansaba el libro de Pilar Primo de Rivera "La Mujer Ideal" recientemente obsequiado por su marido que amablemente la instaba cada noche a leer un capítulo y llevarlo a la práctica minuciosamente. En ese momento el reloj dio las diez y todo comenzó como cada noche desde hacía cuatro años. El señor dobló el periódico y apagó el puro en el cenicero que le ofrecía servicialmente el mayordomo. Y las dos sirvientas se dirigieron a sus quehaceres, apagaban la lumbre lentamente para que los señores se retirasen de la habitación con la agradable sensación de la calidez que este aporta. Con un leve beso en la mejilla el marido se despidió de su cónyuge y del niño hasta la mañana siguiente, esta noche dormiría él solo debido a su agotamiento. Una breve sonrisa pareció asomarse a los labios de la joven dama al escuchar la noticia. Sin perder el tiempo depositó sus agujas en la caja que la criada le daba y se acercó al niño. Una mirada se cruzó entre la negra ama y la pálida señora. "Vamos a la cama, Carlos" le dijo a su hijo al tiempo que lo cogía en brazos. Salió del salón, seguido de la criada que cuidaba de su hijo día a día. En el pasillo un espejo les devolvió un reflejo en claroscuro. Se podía observar una alta joven de unos veintidós años, rubia, ojos claros, la tez pálida con una expresión atractivamente altiva, las pocas pecas que el rostro poseía habían sido tapadas bajo una capa de maquillaje intentando ocultar la niñez que aún poseía. En sus brazos el pequeño se iba quedando dormido , y le tocaba distraidamente un mechón de pelo que se había salido del tirante moño recogido en la coronilla. Dos pasos por detrás, casi no se veía una mujer de color que miraba hacia abajo, incómoda por el reflejo. Se le apreciaban uno rasgos preciosos característicos de su raza, el pelo recogido hacia atrás y tapado por un pañuelo a juego con el horrible uniforme azul marino. Era como diez centímetros más baja que su Señora y le solía mirar con la devoción de quien posee dieciséis años. Los grandes ojos se separaron del suelo interrogantes por la parada y dejaron ver el brillante color miel de los mismos adornados por unas tupidas y largas pestañas, las cejas se curvaron indecisas y sus labios se entreabrieron al tiempo que los azules ojos de la primera se desviaban y seguían a paso rápido el camino. Subieron la amplia escalera cubierta de terciopelo rojo lo más rápido que su estatus la dejaba y entraron en la primera puerta que el descansillo les ofrecía. Allí había un amplio dormitorio de niño, rico en juguetes y libros. Acostaron al pequeño tras desvestirle y la ama le dedicó media hora de cálidas nanas hasta que se quedó plácidamente dormido, todo bajo la atenta mirada de la primeriza.
Con mucho cuidado de no hacer ruido cerraron la puerta del dormitorio y esta vez bajaron las escaleras agradeciendo a la alfombra la amortiguación de sus pasos. Volvieron a pasar el pasillo, el salón y pasaron a la cocina para llegar al ala de los sirvientes de la mansión. Si la penumbra dominaba la casa, aquí lo hacía la oscuridad, como ayuda para el anonimato. Esta vez la ya no tan altiva Señora seguía a la criada, que poseída por una sonrisa impaciente, abrió la puerta con una llave demasiado grande y entró en el diminuto dormitorio, seguida de la señora que, de espaldas cerró la puerta con una mano sin perder el hilo de los ojos de la criada que encendía una vela. Al clic de la puerta, dio un paso hacia delante dejando el tacón derecho atrás para posarlo descalzo sobre el frío suelo. La joven africana, al tiempo, se quitaba el pañuelo para dejar que los rizos le recorriesen la espalda y se acercaba con los labios entreabiertos a ella. La cual, abriendo lentamente los ojos se dejó perder en las pupilas de la otra y posó sus finos labios alrededor del carnoso labio inferior de su amada. Su mano se dirigió lentamente hacia los botones del uniforme, para, deslizando suavemente los dedos hacer caer el vestido al suelo y dejarlo en el olvido una noche más. Los dedos de color recorrían el pálido cuerpo, tocando cada una de las incisiones y curvas que éste le ofrecía para así, hacerle más suya. Le besaba las clavículas, bajaba del hombro y a su vez su cuello era besado lo más cuidadosamente posible. El tiempo corría, contrario a ellas, que se dejaban bañar por la lentitud de los dedos, saboreando hasta el aire que la otra expulsaba a intervalos contados. Se fundieron en una entidad y deslizaron sus pies por el suelo hasta llegar al camastro de blancas y raídas sábanas. Para allí, a la tenue luz de una vela, dejar grabados sus sentimientos en forma de sombras.
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